Carta A Un Pastor con Sequía Espiritual. (Primera Parte)

jueves, 12 de noviembre de 2009

Muy apreciado y siempre recordado pastor

Con gran alegría, y no sin cierta preocupación, he leído la carta que ha llegado a mis manos la pasada semana. Había estado deseando tener noticias suyas y por fin mi deseo ha sido cumplido para terminar, en parte, con esa profunda preocupación que siempre me produce su ministerio.
Según percibo de lo que se desprende de sus comentarios, usted concibe la vida de un pastor como algo totalmente diferente a la vida de otros cristianos; y eso me preocupó en cierta medida por la salud de su servicio al Señor. La vida de un ministro del altar no es del todo diferente a la vida de otros hombres de fe. Es cierto que debemos enfrentar mayores desafíos y que tenemos mayores responsabilidades, pero ni el peso de los primeros ni las preocupaciones que engendran las segundas nos eximen de las vivencias áridas y estériles que muchas veces tiene que experimentar todo hijo de Dios. Por eso, el ser renovados constantemente es un mandato para todos los que creemos en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, incluyéndonos los pastores; y eso, aun cuando muchas veces ni las circunstancias, ni las más íntimas fibras espirituales parecieran sernos favorables para la consecución de tal fin.
Me ha escrito usted algunos comentarios relacionados con mi última carta y me alegra saber que esta le ha resultado beneficiosa. La alegría que me produce esa noticia ahoga, en cierta manera, la inquietud que me produjo leer acerca de esa “Muy profunda esterilidad ministerial” de la cual me habla en su último escrito.
Aunque, a decir verdad, esperaba que me escribiera usted algún día sobre ese aspecto. No conozco ningún cristiano, incluyendo a los líderes y a los ministros, que alguna vez no haya experimentado un profundo sentido de sequía espiritual y esterilidad en su ministerio.
Todo verdadero hombre de Dios ha expresado alguna vez las mismas frases que me ha escrito usted:

“Tantas veces le he pedido perdón al Señor pues sé que no estoy llevando ante su altar el fruto que de mí espera… Él ha visto mi esfuerzo y mi dedicación y, sin embargo, ha visto también el fracaso que ha seguido a mis esfuerzos… Me siento vacío, estéril… ¡Si Él me renovara! ¡Si Él me hiciera reverdecer!

Al leer esas líneas, nuevamente he llegado a la conclusión de que pude, perfectamente, haber firmado esa carta suscribiendo así cada uno de sus pensamientos, cada sentido de sequía y esterilidad, y cada deseo de reverdecimiento y de renovación que hay en su corazón.
Es por eso que decidí responderle escribiéndole acerca de un episodio bíblico que ha sido como un bálsamo para mi corazón herido cada vez que me he visto envuelto en semejantes circunstancias.
Trate de recordar ahora un poco la vida de Aarón. No es cosa difícil la que le pido. Al hacerlo, casi todos evocamos la figura de ese extraordinario hombre de Dios, sirviendo de intérprete a su hermano Moisés, hablando a Faraón y diciéndole que dejara libre al pueblo de Israel, o echando su vara delante de Faraón y de sus siervos mientras esta se convertía en una serpiente, o levantando las manos de su hermano Moisés mientras este oraba en la cumbre de un monte.
Tal vez también recordemos sus momentos menos radiantes; como aquella ocasión cuando al notar que su hermano tardaba en descender del monte en medio del cual Dios le hablaba, aceptó la propuesta de un pueblo inclinado al mal que le pidió que les fabricara dioses que fueran delante de ellos. E inevitablemente recordamos que de no haber sido por la intercesión de Moisés, Dios le habría destruido.
Por eso quiero escribirle acerca de ese hombre; porque su vida esta tejida con hilos blancos y con hilos negros, con hilos de oro y con hilos de barro. Es tan real, tan cercano a nosotros. Su vida se encuentra tan lejos de esa falsa “perfección” que quieren aparentar muchos líderes modernos. Es tan espiritual y tan humano, tan santo y tan lleno de equivocaciones, que su vida nos seduce, nos atrae, nos arrastra como un río, hacia un mar de inspiración, de consuelo y de aliento.
¿Recuerda usted la actitud de Coré, Datán, Abiram y On contra este hombre? En Números 16:3, la Biblia lo expresa así:

“Y se levantaron contra Moisés con doscientos cincuenta varones de los hijos de Israel, príncipes de la congregación, de los del consejo, varones de renombre. Y se juntaron contra Moisés y Aarón y les dijeron: ¡Basta ya de vosotros! Porque toda la congregación, todos ellos son santos, y en medio de ellos está Jehová; ¿Por qué, pues, os levantáis vosotros sobre la congregación de Jehová?”

Aarón fue un hombre desestimado. Coré, Datán, Abiram y On, así como aquellos que le seguían, no apreciaron los sanos propósitos de su corazón. Realmente no eran suyos, eran los propósitos de Dios. Aarón solamente los interpretaba, los asumía, los aceptaba. No fue suya la idea de ser un líder en medio de su pueblo, sino de Dios cuando dijo a Moisés:

“Mira, yo te he constituido dios para faraón, y tu hermano Aarón será tu profeta. Tú dirás todas las cosas que yo te mande, y Aarón tu hermano hablará a Faraón, para que deje ir de su tierra a los hijos de Israel”. (Éxodo 7:1-2).

Por eso, Aarón asumió esa posición y realizó esa misión. Fue una misión impuesta por Dios. Por eso, Aarón no sólo asumió y aceptó esos propósitos en su vida, sino que se presentó con ellos delante de toda una nación y los defendió. Eso fue lo que nunca entendieron sus adversarios. Lo juzgaron mal; lo desestimaron, lo deshonraron delante de todos. Aarón fue un hombre desestimado. En opinión de muchos, otros tenían gran valor, Aarón no. Él tenía la Palabra de Dios, el deseo de Dios, la voluntad de Dios, el propósito de Dios. El pueblo, sin embargo, lo desestimó.
¿Recuerda usted, hermano, cómo reaccionó Aarón? Déjeme recordarle: bajo la más completa indefensión. No alzo su voz, no trató de aclarar nada, no levantó su mano, no discutió, no argumentó. Su hermano menor, viendo tal situación, dijo a sus detractores:

“… Pues Aarón, ¿Qué es, para que contra él murmuréis? (Números 16:11).

Y después, volviendo el pueblo a levantarse en contra de Moisés y en contra de Aarón, la gloria del Señor descendió sobre Su tabernáculo y dijo Dios:

“Apartaos de en medio de esta congregación, y los consumiré en un momento”. (Números 16:45).

¿Recuerda lo que sucedió entonces? Moisés y Aarón se postraron sobre sus rostros. Y Moisés le dijo a Aarón:

“Toma el incensario, y pon en él fuego del altar, y sobre él pon incienso, y ve pronto a la congregación, y haz expiación por ellos, porque el furor ha salido de la presencia de Jehová; la mortandad ha comenzado”. (Números 16:46).

Y entonces vemos a este hombre humilde y desestimado ejerciendo un ministerio sublime y lleno de gloria. Quizás pocas veces en la Biblia se menciona algo parecido a lo que este hombre hizo en esta oportunidad. Me parece verlo con su humilde figura y el incensario en su mano derecha avanzar en medio de las sombras de la muerte. Creo ver la luz de su incensario y el blanco humo que sube de él para apaciguar la ira de Dios. Le veo llorar al ver morir a su pueblo, ese pueblo que le ha humillado, desestimado y ofendido. Casi puedo escuchar su voz como un gemir delante de Dios intercediendo por la nación. Él, que no era digno según ellos, era el único que podía interceder por ellos ante Dios. A veces grita, al tiempo que agita su mano, desesperadamente, esparciendo el santo humo que puede salvar a sus enemigos. A veces, impresionado al ver tantos muertos juntos, a su alrededor, inclina su rostro y ora. Y entonces, lentamente, la muerte comienza a alejarse de él y de su pueblo. A la distancia, el furor parece despedirse definitivamente y él queda sólo entre los suyos. Baja el incensario, se deja caer, exhausto, sobre la tierra. No escucha a nadie, no escucha los gemidos de los que han quedado vivos para enterrar a sus muertos, no escucha el llanto y los gritos de dolor y quebrantamiento. Sólo sabe que en verdad Dios le ha escogido. Sólo sabe que él es el sacerdote escogido por Dios.
En la próxima oportunidad seguiremos platicando sobre esta en la Segunda Parte.
Afectuosamente, su amigo,


El rey sin dientes

Una sabia y conocida anécdota árabe dice que en una ocasión, un Sultán soñó que había perdido todos los dientes. Después de despertar, mandó a llamar a un adivino para que interpretase su sueño.

"¡Qué desgracia, mi Señor!" exclamó el adivino, "cada diente caído representa la pérdida de un pariente de vuestra Majestad".

"¡Qué insolencia!" gritó el Sultán enfurecido, "¿Cómo te atreves a decirme semejante cosa? ¡Fuera de aquí!" Llamó a su guardia y ordenó que le dieran cien latigazos.

Más tarde ordenó que le trajesen a otro adivino y le contó lo que había soñado. Éste, después de escuchar al Sultán con atención, le dijo: "¡Excelso Señor! Gran felicidad os ha sido reservada... ¡El sueño significa que sobreviviréis a todos vuestros parientes!"

Iluminóse el semblante del Sultán con una gran sonrisa y ordenó le dieran cien monedas de oro.
Cuando éste salía del palacio, uno de los cortesanos le dijo admirado: "No es posible! La interpretación que habéis hecho de los sueños es la misma que la del primer adivino. No entiendo porque al primero le pagó con cien latigazos y a ti con cien monedas de oro.

"Recuerda bien, amigo mío", respondió el segundo adivino, "que todo depende de la forma en el decir... uno de los grandes desafíos de la humanidad es aprender el arte de comunicarse".

De la comunicación depende, muchas veces, la felicidad o la desgracia, la paz o la guerra. Que la verdad debe ser dicha en cualquier situación, de esto no cabe duda, más la forma conque debe ser comunicada es lo que provoca, en algunos casos, grandes problemas.

La verdad puede compararse con una piedra preciosa. Si la lanzamos contra el rostro de alguien, puede herir, pero si la envolvemos en un delicado embalaje y la ofrecemos con ternura, ciertamente será aceptada con agrado.

Que refrene su lengua de hablar el maly sus labios de proferir engaños. Sal 34:13

La boca del justo imparte sabiduría,y su lengua emite justicia.Sal 37:30

Su propia lengua será su ruina,y quien los vea se burlará de ellos. Sal 54:8